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Segundo Huarpe

no arriesgar su vida en la empresa de ir hasta el fondo del barranco.

Cuando la loca lo vió echó a correr medrosa; él la siguió de cerca. Ella se doblaba como un junco, y de salto en salto salvaba los precipicios y obstáculos. Al fin el perseguidor llegó a tocarla por la espalda. Ella volvióse como un rayo, tomó dos piedras con sus manos de marfil, y, transfigurándose en una mujer de bronce, díjole:

—Si dais un paso os mato!... os mato!...

—Que yo os amé siempre...

—Yo no os amo... yo no amo a nadie.. Idos!..idos!.... idos!... dijo tres veces.

Vino tal hielo, tal terror al intruso, que dióse a la fuga y jamás pensó en renovar la aventura.

Pero había un leñador que veía a la loca a menudo: un viejo leñador que transitaba por el camino a la hora en que el sol hería a plomo, en que, filtrándose por entre el ramaje, dibujaba arabescos de azabache en el pedregullo azulado o plomizo no tocado por el agua.

Había a un lado del sendero un trozo de piedra sobre el cual el leñador podía apoyar la carga al bajarla de sus hombros; allí se detenía a descansar; tiraba de su petaca, hacía un cigarro y hundía la mirada en el barranco. Pronto aparecía la loca, él la miraba con su vista empañada, y ella le miraba también con emoción infantil.

Un día que el viejo leñador reposaba en el camino vió un pájaro hermoso en la copa de un árbol: su pecho era rojo, sus alas azules, su pico amarillo.

Desde ese día el leñador vió siempre el pájaro en el árbol, y vió también a la loca contemplándole absorta, inquieta.

Pero un día el pájaro no volvió. Y el leñador vió