del bando que el señor Gobernador hacía leer en las cuatro esquinas de la plaza.
Pero las dos chicuelas no gozaban por igual del favor y afecto de la augusta señora, que ya comenzaba a hablar de legados. Era la preferida la mayor, la Juanita, por su inocencia, su devoción y respetuoso amor por Doña Ramona. No así la Carmencita, un tanto revoltosa y más dada a ciertos placcrcillos mundanos, que daban mala espina a la ilustre dama.
Andando el tiempo, la Juanita llegó a ser el alma de la casa, y Doña Ramona depositó en ella toda su confianza.
Pero la noble señora, cuya edad no era óbice para que conservara su lucidez y señoril energía, comenzó a notar un buen día, no sin cierta desazón, que los menudos que le entregaba la Juanita, después de los gastos del día, y que ella abandonaba aquí, acullá, disminuían sin que la propia Juanita acertara a dar una razón. Concidía esto con un acicalamiento en la Carmencita que perturbaba la austera sencillez de la noble casa.
Quiso Doña Ramona poner coto en el desmán y acudió a un remedio eficaz: el temor de Dios.
Había en la cuasi solitaria mansión una pieza espaciosa, sombría, con penetrante olor a cedro: ahí, en un rincón, y sobre una mesa de torneadas patas, descansaba un crucifijo, ofrenda de un obispo de Granada, según Doña Ramona, a uno de sus antepasados. La escultura era en madera y no tendría más de un metro de altura, comprendida la cruz.
La imagen de nuestro Señor tenía siempre una vela encendida, que protegía del viento un enorme fanal. A la peana, sobre la cual descansaba la cruz, llamábala Doña Ramona "piña". Allí, en la "piña del Señor",