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Cuentos cortos

más reverencia. Pensó entonces que todo era debido a su silencio. "El silencio!", se dijo.... "el silencio!"... — Y sintió como un estremecimiento de beatitud.

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Un día, entrada ya la noche, vió un agente de seguridad pública que un hombre echaba a correr con un envoltorio que pretendía ocultar. Fué trás él y le detuvo. Era un ladrón. Conducido a presencia del juez, declaró haber robado en casa de Zint-ching.

No lo creyó así el magistrado. El viejo filósofo era muy pobre; no podía ser poseedor de los objetos robados. Se dió aviso a los ricos del pueblo, pues entre ellos debía estar el damnificado. Y aconteció que todo lo hurtado pertenecía a gente que no tenía comunicación ni trato con Zint—ching. El ladrón mentía entonces; no fué a Zint—ching a quien robó. Y se le mandó dar de palos. Pero él sostenía que lo substraído lo sacó de casa del filósofo. Se llamó a éste. El chino entró al estrado del juez como un santo hecho del tronco de una encina. Sus ojos eran dos obscuros misterios; su boca una grieta helada; su ancha frente un yunque enmohecido...

—Es esto tuyo?, le lanzó el magistrado con arrogancia, señalándole los objetos robados. Nada respondió el chino. Se le apaleó. Todo fué inútil.

—Cómo tenías estos objetos en tu casa?..., continuó el representante de la ley....—Entonces los robaste!... y el ladrón te los robó a ti...

Ordenó el juez fueran decapitados los dos ladrones. Levantóse el ensangrentado tablado al lado del río. La multitud vistió de blanco en señal de duelo. Las cortesanas adornaron sus casas flotantes con flores ro-