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Segundo Huarpe

Molina que así se llamaba su amo—poníase a hablar solo, cosa que sucedía a menudo, veníale a "Corso" una tosecilla que el galeno reprimía con un recio movimiento de riendas... Y era resignado; cuando no había pienso, sabía esperar, y apenas si los clientes del físico, aposentados en el ancho zaguán, oían alguna patada en el establo, como si la pobre bestia exclamara: bueno, pues, ya pasa esto de castaño obscuro...

Provisto el gallinero, algunos ahorros dados a rédito, consideración y bendiciones del vecindario, amistad inalterable con el boticario, el cura y el juez, salud del alma y del cuerpo, qué más felicidad, qué mayor beatitud para un galeno sencillo, bueno, católicamente ignorante, viejo ya, en el último tramo de la fatal pendiente?

Miedo tenía su mujer de tanta felicidad, de tanto vivir sin desazón, y no había día que no fuera a la iglesia a dar gracias a Dios por tanta ventura dispensada.

Pero la maledicencia es sutil. Ella anda por todas partes: se enseñorea de los palacios, vaga por los campos, y cuando encuentra alguna puerta cerrada se filtra por una rendija. Una amiga de Doña Perpetua díjole un día que el viejo médico se demoraba más de lo necesario en casa de una dama achacosa, viuda, famosa por su antigua belleza. Fué esta revelación para la seneilla consorte un recio golpe que ella supo disimular con cristiana sensatez.

Era Doña Perpetua una mujer hecha de religión, que da fortaleza, y de escasa lectura que da sólo deberes. Ella sabía que los hombres son los hombres, y que la mujer es hecha para callar y tener paz... Pero tenía