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Cuentos Clásicos del Norte

felicidad, pero nuevos peligros levantábanse contra él.

A doscientas yardas del árbol un pequeño arroyo cruzaba la carretera y corría hacia un valle cenagoso y montuoso llamado el pantano de Wiley. Algunos ásperos maderos colocados uno junto a otro servían de puente para pasar al riachuelo. Al lado opuesto del camino, donde el arroyo se internaba en el bosque, un grupo de castaños y robles espesamente entrelazados con vid silvestre arrojaba sombras cavernosas sobre la vía. Atravesar el puente era la prueba más difícil. En idéntico sitio fué capturado el desventurado André y bajo aquellos castaños y vides se ocultaron los inflexibles labriegos que le sorprendieron. Desde aquel entonces se consideraba encantado el arroyo y se llenaban de terror los muchachos de la escuela que se veían obligados a atravesar el puente después de anochecido.

A medida que se acercaba al arroyo, el corazón de Íchabod comenzó a dar pesados golpes en su pecho; invocó en su ayuda, sin embargo, toda su energía, dió a su caballo una veintena de talonazos en las costillas y decidió valerosamente cruzar el puentecillo; pero el viejo y perverso animal, en vez de lanzarse hacia adelante, dió un bote de costado y se arrojó de través contra la estacada. El maestro, cuyos temores aumentaban con la demora, tiró entonces las riendas del lado opuesto y espoleó vigorosamente al jaco con el pie contrario. Todo fué en vano: el caballo arrancó, es verdad, pero sólo para arrojarse al otro lado del