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El Hombre sin Patria

el jamás me contestó. Los compañeros me contaron que envejeció muy rápidamente en los últimos quince años, para lo que había motivo, en verdad; pero que siempre era el mismo suave, estoico y silencioso sufridor, soportando lo mejor posible la pena impuesta por su propio deseo; menos sociable quizá con la gente nueva a quien no conocía, pero más ansioso que nunca al parecer, de hacerse útil, de ayudar y enseñar a los jóvenes que sentían por el una especie de adoración. Y ahora parece que ha muerto este querido y viejo compañero. ¡Ha encontrado al fin una patria y un hogar!

Después de haber escrito estas fineas, y mientras dudaba si las haría publicar como enseñanza a los jóvenes Nolan y Vallándigham y Fátnall de nuestros días, recibí una carta de Dánforth, a bordo del Levant, con la relación de las últimas horas de Nolan. Esto ha venido a desvanecer todos mis escrúpulos con respecto a la publicación de su historia.

Para comprender las primeras palabras de esta carta, debe recordar el lector profano que desde 1817 era sumamente delicada la posición de los oficiales que conservaban a Nolan bajo su custodia. El gobierno no había renovado las instrucciones de 1807 a su respecto. ¿Qué debían hacer en esta sitúación? ¿Dejaríanle marchar? Y ¿qué responderían en caso de que el departamento de marina les pidiera cuentas por haber violado las órdenes de 1807? ¿Seguirían guardándole? ¿Qué sucedería, si alguna vez llegaba la liberación de Nolan, y entablaba él juicio criminal por falsa prisión o secuestro con-