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El Entierro de Róger Malvin

de la brisa. Rodeando la base de la roca, se encontró súbitamente junto a su marido que había llegado por otra dirección. Inclinando el cañón de su fusil cuya culata descansaba en las hojas marchitas, Rubén parecía absorto en la contemplación de cierto objeto que yacía a sus pies.

—¿Qué es eso, Rubén? ¿Derribaste al ciervo y te quedaste dormido sobre él? —exclamó Dorcas, riendo alegremente al observar a la ligera la posición y aspecto de su marido.

Él no se movió, ni volvió los ojos hacia ella; y cierto horror frió y siniestro, indefinible en su origen y en su objeto, comenzó a apoderarse de la sangre de Dorcas. Advertía ahora que el rostro de su marido tenía palidez mortal y que sus facciones estaban rígidas, como si fueran incapaces de asumir otra expresión que la de la horrible desesperación que las petrificaba. No dió el más ligero signo de haber notado su presencia.

—¡Por el amor del cielo, háblame, Rubén!— exclamó Dorcas, y el eco extraño de su propia voz la aterrorizó más aún que el silencio de muerte.

Su marido se estremeció, la miró en el rostro, condújola al frente de la roca y señaló con el dedo.

¡Oh! ¡Allí yacía el mancebo, dormido, pero sin sueños, sobre las hojas caídas de la selva! Descansaba la mejilla sobre el brazo; sus suaves rizos caían echados hacia atrás sobre su frente; sus miembros estaban ligeramente laxos. ¿Algún súbito desfallecimiento había acometido al joven cazador? ¿ Despertaríale la voz de su madre? ¡Dorcas sabía bien que aquello era la muerte!