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Cuentos Clásicos del Norte

aparecía diverso a causa de las onduladones del terreno que semejaban las olas enormes de algún mar petrificado; en una de cuyas depresiones, paraje romántico y agreste, levantó la familia su tienda y encendió su hogar. Había algo que estremecía y emocionaba a la par en el espectáculo de aquellos tres seres, unidos por los fuertes lazos del amor y aislados de toda otra criatura humana. Los obscuros y tétricos pinos se inclinaban sobre ellos y cuando el viento barría sus altas ramas, un rumor misericordioso escuchábase en el bosque; ¿o quizá se lamentaban aquellos viejos árboles, temiendo que los hombres intentaran al fin destrozar sus raíces con el hacha? Rubén y su hijo se propusieron marchar en busca de caza, de la cual no tenían provisión aquel día, mientras Dorcas preparaba la cena. El mancebo, después de prometer que no se alejaría mucho del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el ciervo que se proponía derribar; mientras su padre, sintiendo pasajera felicidad al mirarle, pensaba enderezar sus pasos en dirección opuesta. Dorcas, entretanto, sentóse cerca del fuego de secas ramas, sobre un tronco de árbol caído hacía largos años, enmohecido ahora y cubierto de musgo. Su ocupación, alternada con una mirada incidental al puchero que comenzaba a hervir sobre el fuego, era la lectura del almanaque de Massachusetts del año en curso que, con excepción de una vieja Biblia en gótico, constituía toda la riqueza literaria de la familia. Nadie presta mayor atención a la división arbitraria del tiempo que aquellos que se