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Haciendo de necesidad virtud, aplicóse vigorosamente a la pipa, arrancando nubes de humo tan espeso que la pequeña codna de la choza estaba envuelta por completo en los vapores del tabaco. Un rayo de sol luchaba por atravesar esta niebla y podía apenas reflejar vagamente la imagen de la hendida y empolvada vidriera de la ventana sobre el muro opuesto. Entretanto Mamá Rigby, con un brazo en jarras y el otro extendido hacia la figura, se destacaba ferozmente en medio de la obscuridad, con el mismo porte y expresión que cuando provocaba alguna terrible pesadilla en sus víctimas y permanecía al lado del lecho para saborear su agonía. El pobre espantajo fumaba y fumaba, trémulo y lleno de terror. Mas es preciso reconocer que sus esfuerzos servían perfectamente para el objeto; pues a cada sucesiva exhalación, perdía la figura visiblemente su aspecto informe y confuso y parecía condensar su esencia. Aun la misma vestimenta participaba de este mágico cambio, brillando con reflejos de novedad y resplandeciendo con el bello bordado de oro que por tan largo tiempo había estado opacado sobre el terciopelo. Y, revelándose apenas entre el humo, un rostro amarillo dirigía hacia Mamá Rigby sus ojos sin expresión.

Al fin la vieja bruja cerró el puño crispado, sacudiéndolo en dirección a la figura. No estaba iracunda verdaderamente; mas procedía bajo el principio, falso quizá pero profundo, como todos los que profesara persona de las cualidades de Mamá Rigby, de que las naturalezas débiles y