Londres, y con restos de bordado en las costuras, puños, solapas de las faltriqueras y ojales; pero lamentablemente usada y descolorida, remendada en los codos, rasgada en los faldones y completamente raída. En la solapa izquierda veíase un agujero redondo, producido quizá por alguna placa nobiliaria arrancada violentamente, o por el corazón ardiente de alguno de los posesores de la prenda que la hubiera chamuscado. Los vecinos aseguraban que esta rica vestimenta pertenecía al guardarropa del Hombre Negro, quien la conservaba en la casa de Mamá Rigby por la comodidad de vestirse allí siempre que quería presentarse de gran parada a la mesa del gobernador. Para completar el atavío había un amplio chaleco de terciopelo, bordado primitivamente con follaje de dorado tan brillante como las hojas de arce en octubre, pero que se había apagado ya casi del todo sobre el terciopelo. Venía en seguida un par de calzas color escarlata, llevadas alguna vez por el gobernador francés de Loúisbourg, y cuyas rodillas habían tocado los escalones inferiores del trono de Louis el Grande. El francés regaló estas calzas a un indio curandero quien las dió a la vieja bruja a cambio de un vaso de aguardiente en una de sus danzas en la selva. Además, sacó Mamá Rigby un par de medias de seda y las calzó en las piernas del espantajo donde aparecían como una fantasía, mostrando la realidad de los palos al dejar percibir dolorosamente la madera a través de los agujeros. Colocó, por ultimo, la peluca de su amado esposo en el pelado cráneo de la calabaza,
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Cuentos Clásicos del Norte