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Cuentos Clásicos del Norte

y en su sorpresa y en el tumulto de emociones indefinidas que se apoderaban de su espiritu, entre las cuales adivinaba que su sobrina tenía alguna parte en tal fenómeno, llamóla en alta voz:

—¡Álice! ¡Ven acá, Álice!—

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Álice, deslizándose de su sitio con rapidez y cubriéndose los ojos con una mano, descorrió con la otra la obscura cortina que ocultaba el retrato. Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los espectadores; mientras la voz del teniente gobernador tenía un timbre de horror.

—¡Por el cielo! —murmuró con voz baja y reconcentrada, hablando más bien consigo mismo que con los que le rodeaban; —si el espiritu de Édward Rándolph apareciera entre nosotros desde la región del tormento no llevaría seguramente más visibles en su rostro los terrores del infierno!

—Con algún fin especial, —dijo solemnemente el anciano consejero, —ha hecho desaparecer la Providencia el velo que ocultaba tanto tiempo esta espantosa efigie. ¡Hasta este momento nadie habia podido ver lo que nosotros contemplamos!—

Dentro del antiguo cuadro, que hacía tan poco tiempo encerraba solamente una tela negra y vacua, aparecía ahora una figura, todavía obscura es verdad, en sus sombras y matices, pero destacándose en poderoso relieve. Era el retrato de un caballero con barba, vistiendo rico traje antiguo de terciopelo bordado, con ancha gorgnera, y llevando un sombrero cuyo ancho borde sombreaba