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El Experimento del Doctor Héidegger

era el impulso de mofarse de las enfermedades y la decrepitud de que habían sido víctimas hasta hacía pocos instantes. Reían locamente de su extravagante atavío, de las chaquetas de amplios faldones y los chalecos flotantes de los jóvenes, y de la antigua capota y vestimenta exótica de la deslumbrante señora. Uno de ellos púsose a cojear alrededor del cuarto como un abuelo gotoso; otro colocó en su nariz un par de gafas, pretendiendo descifrar las góticas páginas del libro de magia; el tercero tomó asiento en una gran silla de brazos y procuraba imitar la venerable dignidad del doctor Héidegger. Todos alborotaban regocijadamente, saltando en tomo de la habitación. La viuda Wycherly (si una damisela tan fresca podía llamarse viuda) se acercó bailando ágilmente hasta la silla del doctor, con el sonrosado rostro brillando de maliciosa alegría.

—¡Doctor, viejo y querido corazón mío, levantaos y danzad conmigo!— exclamó. Y entonces los cuatro jóvenes rieron más estrepitosamente que nunca al pensar en la extravagante figura que haría el pobre viejo doctor.

——Os ruego dispensarme,— respondió el doctor tranquilamente. —Estoy viejo y reumático y mi tiempo de bailar concluyó muchos años ha. Pero cualquiera de estos jóvenes será muy feliz de tener tan linda pareja.

—¡Bailad conmigo, Clara!— gritó el coronel Kílligrew.

—¡No, no; yo seré su compañero!— profirió el señor Gascoigne.