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El Experimento del Doctor Héidegger

canción báquica, tamborileando en su vaso el compás del coro, mientras sus ojos vagaban sobre el risueño semblante de la viuda Wycherly. Al otro lado de la mesa el señor Médbourne sumíase en profundos cálculos de dolares y centavos, que tenían que ver particularmente con un proyecto para proveer de hielo a las Indias Orientales o equipar un tiro de ballenas para los témpanos polares.

En cuanto a la viuda Wycherly, permanecía frente al espejo haciendo monadas y cortesías a su propia imagen y saludándola como al amigo más amado que existía en el mundo para ella. Acercó su rostro muy junto al espejo para observar si la pata de gallo y las importunas arrugas marcadas largo tiempo atrás habían desaparecido verdaderamente. Examinó si la nieve de sus cabellos habíase fundido por completo y si podría echar atrás su capota con entera seguridad. Al fin, volviéndose alegremente, avanzó hacia la mesa en una especie de paso de baile.

—¡Mi viejo y querido doctor!— exclamó, —¡por favor, brindadme otro vaso!

—¡Ciertamente, mi querida señora, ciertamente!— replicó el complaciente doctor. —¡Mirad! Ya tenía los vasos llenos.—

En efecto, los cuatro vasos aparecían llenos hasta el borde de aquella agua maravillosa, cuyo delicado rocío, efervescente en la superficie, semejaba el trémulo chispear de diamantes. Estaba ya tan próximo el ocaso que la habitación se hallaba más sombría que nunca; pero un resplandor suave, aná-