cualquier basura en el microscopio, o alguna otra tontería por el estilo, con las que tenía el hábito de importunar a sus amigos. Mas, sin aguardar respuesta, el doctor Héidegger atravesó renqueando la habitación y volvió con aquel enorme infolio encuadernado en cuero negro, que la opinión general declaraba ser un libro de magia. Desabrochando las plateadas cerraduras, abrió el volumen y sacó de entre sus góticas páginas una rosa o lo que fué alguna vez una rosa, pues que entonces las verdes hojas y pétalos de púrpura habían adquirido un tono parduzco, y la flor entera parecía a punto de convertirse en polvo entre las manos del doctor.
—Esta rosa,—explicó suspirando el doctor Héidegger, —esta misma rosa que veis aquí marchita y casi deshecha, floreció hace cincuenta y cinco años. Me la dió Silvia Ward, cuyo retrato pende allí; y yo pensaba llevarla sobre el pecho el día de nuestras bodas. Cincuenta y cinco años la he conservado como un tesoro entre las páginas de este viejo libro. Ahora bien; ¿creeríais posible que esta rosa de medio siglo pudiera revivir alguna vez?
—¡Qué ocurrencia! —exclamó la viuda Wycherly con un impertinente movimiento de cabeza.
—¡Podríais preguntar igualmente si un rostro arrugado de vieja puede rejuvenecerse alguna vez!
—¡Mirad!—respondió el doctor Héidegger.
Descubrió el ánfora y echó la rosa seca en el agua que allí había. Al principio se mantuvo la flor en la superficie, sin absorber nada de humedad, al