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Cuentos Clásicos del Norte

—¿Cuántos azotes para el sacerdote?— preguntó el anciano Pálfrey.

—¡Ninguno todavía, —respondió Éndicott, dirigiendo su inflexible ceño hacia el reo. —El gran tribunal general determinará si los azotes y larga prisión, acompañados de otras severas penas, serán expiación suficiente por sus culpas. ¡Dejadle mirar dentro de sí mismo! Por violaciones de orden civil podríamos sentir piedad, mas ¡ay de aquel que ataca nuestra religión!

—Y el oso danzante, ¿compartirá también los azotes de sus compañeros? —preguntó el oficial. —¡Disparad vuestras armas en su cabeza!— exclamó el enérgico puritano. —¡Sospecho algún maleficio en esta bestia!

—Aqui hay una resplandeciente pareja,— continuó Péter Pálfrey, señalando con su arma al rey y la reina de Mayo. —Parecen ser de alto rango entre estos malhechores. Pienso que su dignidad merece por lo menos doble ración de azotes.—

Éndicott, apoyándose sobre su espada, miró atentamente el atavío y el continente de la desventurada pareja. Estaban pálidos, temerosos y abatidos; pero notábase en ellos cierto aire de mutuo sostén y pura afección que daba y pedía aliento a la vez, que demostraba que eran marido y mujer, con la sanción de un sacerdote en su amor. En el momento del peligro arrojó el joven su dorado cetro, enlazando con su brazo a la reina de Mayo que se reclinaba en su pecho, muy ligeramente para dejarle sentir ningún peso, mas lo bastante para expresar que sus destinos estaban