única causa de que, al levantar mis ojos desde la reflexión del lago hasta la verdadera mansión, brotara en mi mente una fantasía singular, fantasía tan ridícula en verdad, que debo mencionarla siquiera sea para demostrar la intensidad de las sensaciones que me agitaban. Había trabajado tanto mi imaginación, que llegué a persuadirme de que flotaba al rededor de la casa y sobre el dominio entero, una atmósfera peculiar, propia sólo de la mansión y de sus cercanías, atmósfera que no tenía afínidad alguna con el ambiente general sino que ascendía de los árboles marchitos, del valle gris, del taciturno lago; un vapor misterioso y maligno, tétrico, pesado, aplomado y apenas perceptible.
Sacudiendo de mi espíritu aquello que debe haber sido un sueño, examiné minuciosamente el verdadero aspecto del edificio. Su carácter principal parecía residir en su gran antigüedad. El descoloramiento producido por los años era enorme. Hongos microscópicos cubrían todo el exterior, colgando desde los aleros en fino tejido. Sin embargo, en conjunto, estaba lejos de extraordinaria destrucción. Ningún trozo de la obra de albañilería había sufrido; y parecía incompatible la perfecta adaptación de sus partes con la ruinosa condición de las piedras por separado. Había allí algo que me hacía recordar la aparente integridad de ciertas labores antiguas de ebanistería consumiéndose durante largos años en algún descuidado artesonado sin recibir jamás un soplo del aire exterior. Fuera de estas manifestaciones