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La Ruina de la Casa de Úsher

algunas semanas en aquella mansión fatídica. Su propietario, Róderick Úsher, era uno de los mejores camaradas de mi juventud; pero habían transcurrido muchos años desde nuestra última entrevista. Recientemente, sin embargo, había recibido una carta suya en una lejana comarca del país, la cual por su estilo desatinadamente apremiante no admitía otra respuesta que la personal. La misiva dejaba ver gran agitación nerviosa. Hablaba de aguda enfermedad física, de ciertos desórdenes mentales que le oprimian, y de su deseo ardiente de verme por ser su mejor y, a decir verdad, único amigo íntimo, esperando que el placer de mi compañía procurase algún alivio a su malestar. La manera en que todo esto estaba redactado, el alma que ponía visiblemente en su petición, no me permitieron vacilar, y cedí al punto a sus deseos, que sólo consideraba en aquel momento una original solicitud.

Aun cuando habíamos estado íntimamente asociados en nuestra juventud, sabía yo en realidad muy poco acerca de mi amigo. Su reserva habitual era excesiva. Tenía noticia, sin embargo, de que su familia, muy antigua, se había distinguido desde tiempo inmemorial por una sensibilidad peculiar de temperamento que se desplegaba a través de las edades en muchas obras de arte exaltado, manifestándose últimamente en frecuentes donativos de munificente y discreta caridad, como también en apasionada devoción a las complejidades del arte musical de preferencia a sus bellezas convencionales y fácilmente comprensi-