— ¡Canalla infame! — gritó Legrand, muy consolado al parecer, — ¿qué piensas sacar diciéndome esas estupideces? Ten por seguro que si dejas caer el insecto te rompo el cuello. ¡Mira, Júpiter! ¿me oyes?
— Sí, patrón; no hay necesidad de cargarle con tanto grito al pobre negro.
— ¡Bien! ¡Escucha ahora! Si vas por esa rama hasta donde creas que hay seguridad y no dejas caer el escarabajo, te regalaré un dólar de plata en cuanto llegues al suelo.
— Voy, patrón, pierda cuidao, —repuso el negro con presteza;— etoy casi en la punta de la rama.
— ¡Casi en la punta de la rama! — exclamó alegremente Legrand; — ¿dices que has llegado al extremo de esa rama?
— Pronto etoy en la mima punta, patrón... ¡O-o-o-oh! ¡Santísimo Padre! ¡Qué es eto que hay en el árbol?
— ¡Bien! —gritó Legrand en medio de extraordinario deleite. — ¿Qué es ello?
— ¿Qué! ¡Una calavera!... Alguno que dejó su cabesa en el árbol y los gallinasos le han comió toíto el peyejo.
— ¿Una calavera, dices? ¡Muy bien! ¿Cómo está asegurada contra el árbol? ¿Qué cosa la sostiene?
— Etá juerte, patrón; vamo a ver. ¡Vaya qu'é curioso! Etá clavada al árbol con un clavo grandaso.
— Ahora bien, Júpiter, haz exactamente lo que te digo; ¿me oyes?