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Cuentos Clásicos del Norte

lo más fantástica que es posible imaginar. Mi mujer me había llamado la atención más de una vez sobre la índole de la mancha de pelo blanco de que he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre este extraño animal y el que yo había ahorcado. El lector recordará que esta marca, aunque grande, era al principio indefinida; mas por pequeños grados, grados casi imperceptibles, y que mi razón luchó mucho tiempo por rechazar como fantasías, había asumido al fin rigurosa claridad de líneas. Representaba ahora un objeto que me estremezco de nombrar; y por eso, sobre todo, aborrecía y temía, y me habría librado del monstruo de buena gana, si me hubiera atrevido; representaba ahora, decía, la imagen de algo espantoso, una cosa horrible, ¡el Patíbulo! —¡oh, lúgubre y funesta máquina de horror y de crimen, de agonía y de muerte!

Y me encontraba yo verdaderamente desventurado, más allá de los límites de miseria que es dado soportar a la pobre humanidad. ¡Y había de ser una bestia irracional, a cuyo semejante destruí con menosprecio; había de ser una bestia irracional quien me causara a , a mí, un hombre, formado a imagen del supremo Dios, este sufrimiento intolerable! ¡Ah! ¡Ni de día ni de noche volví jamás a saborear la bendición del descanso! ¡Durante el día la bestia no me dejaba solo un momento; y en la noche despertaba a cada instante de sueños de terror insuperable para sentir sobre mi rostro el ardiente aliento de la cosa y su flácido peso oprimiendo eternamente mi corazón