Plutón, que así se llamaba el gato, era el preferido entre los diversos favoritos y mi compañero habitual de juegos. Solamente yo le alimentaba, y él acostumbraba seguirme por todas partes dentro de la casa; siéndome difícil evitar que hiciera lo propio también por las calles.
Nuestra amistad continuó así por varios años, durante los cuales, y a impulsos del demonio Intemperancia (me ruborizo al confesarlo), mi temperamento y mi carácter sufrieron radical alteración hacia el mal. Día por día hacíame más taciturno e irritable, y guardaba menos consideración a los demás. Aun me permitía usar con mi mujer un lenguaje destemplado, llegando después hasta la violencia personal. Mis favoritos hubieron de sentir, naturalmente, este cambio de disposición. No solamente les descuidaba, sino que abusaba de ellos. Todavía conservaba Plutón, sin embargo, ciertas prerrogativas que me impedían maltratarle, como lo hacía sin escrúpulo de ninguna clase con el mono, los conejos y aun el perro, cuando por cariño o por casualidad se atravesaban en mi camino. Pero la enfermedad avanzaba—¡el Alcohol es semejante a una enfermedad!—y al fin hasta Plutón que se volvía viejo, e impertinente en consecuencia, comenzó a sufrir los efectos de mi mal temperamento.
Una noche en que regresaba a casa muy embriagado, después de una orgía en una de mis guaridas habituales en la ciudad, se me ocurrió que el gato evitaba mi presencia. Cogíle entonces; y, en su terror por mi violencia, me infirió una pequeña herida