desiertas y en silencio profundo, pues eran cerca de las tres de la mañana. Atravesando una callejuela a espaldas de la rue Morgue, llamó la atención del fugitivo una luz que brillaba en la ventana abierta del aposento de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso del edificio. Abalanzándose hacia la casa, advirtió el pararrayos, lo escaló con agilidad inconcebible, se asió de la persiana que caía completamente sobre el muro, y por este medio lanzóse directamente a la cabecera de la cuja. Todo esto no había ocupado el espacio de un minuto. El orangután empujó otra vez la persiana dejándola abierta cuando se introdujo en la habitación.
El marinero quedó a la vez regocijado y perplejo. Tenía ahora la esperanza de capturar a la fiera, que difícilmente podría escapar de la trampa en que se había metido a no ser por el poste que encontraría interceptado a la salida. De otro lado, había muchos motivos de ansiedad al pensar en lo que podría hacer dentro de la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Un pararrayos no es difícil de escalar, especialmente para un marinero; pero cuando llegó a la altura de la ventana, que quedaba bastante lejos hacia la izquierda, vióse obligado a detenerse; lo más que pudo hacer fué alzarse un poco para echar una ojeada al interior de la habitación. Al mirar, casi perdió su punto de apoyo a impulsos de su excesivo horror. Entonces fueron aquellos horribles alaridos que despertaron a todos los habitantes de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su