suspiro. Me precipité sobre el cuerpo, y vi, vi distintamente un temblor de los labios. Un minuto después abriéronse descubriendo una hilera de perlados dientes. La admiración luchaba ahora en mi pecho con el terror que antes reinaba como soberano. Sentí que mi vista se obscurecía, que la razón se me escapaba; y debido sólo a un violento esfuerzo pude al fin reconquistar el dominio de mis nervios para emprender la tarea que el deber me señalaba. Mostrábase ahora una especie de brillo parcial sobre la frente, las mejillas y la garganta; un calor perceptible se apoderaba del cuerpo; y dejábase sentir así mismo un ligero latido del corazón. La dama vivía; y con ardor redoblado me dediqué a la labor de resucitarla. Golpeé y humedecí sus sienes y sus manos, e hice uso de todos los medios que la experiencia y mis frecuentes lecturas sobre medicina pudieron sugerirme. Pero en vano. Súbitamente el color se desvaneció; cesaron las pulsaciones; reasumieron los labios la expresión de la muerte; y un instante después el cuerpo tomó la helada viscosidad, el color lívido, la rigidez intensa, la depresión de las líneas y todas las horrendas peculiaridades del que hubiera sido durante varios días un huésped de la tumba.
Y de nuevo me sumergí en las visiones de Ligeia; y otra vez (¿qué puede maravillar el que tiemble mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un suspiro desde el lecho de ébano. Mas ¿por qué detallar minuciosamente los horrores indecibles de aquella noche? ¿Por qué detenerme a relatar