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Ligeia

No estaba allí ahora, sin embargo; y, respirando con más libertad, torné mis ojos hacia la rígida y pálida figura que yacía sobre el lecho. Entonces se apoderaron de mi mente millares de remembranzas de Ligeia, y sentí en el alma, con la violencia tumultuosa de una inundación, todo el agudo e intolerable dolor con que la había visto a ella así amortajada. La noche transcurría; y en tanto yo continuaba mirando el cuerpo de Rowena con el pecho lleno de amargos pensamientos por la única y supremamente bien amada.

Sería la media noche, o más temprano quizá, o quizá más tarde, porque no me había dado cuenta del tiempo transcurrido, cuando un suspiro suave y apagado, pero muy distinto, me sorprendió en medio de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho mortuorio. Escuché en una agonía de supersticioso terror; mas no hubo repetición del sonido. Esforcé mi visión tratando de descubrir cualquiera moción del cuerpo, pero no se percibía ni la más ligera. Sin embargo, no podía engañarme. Había oído el rumor, aunque débil, y mi alma se había despertado dentro de mí. Deliberada y persistentemente conservé mi atención fija sobre el cadáver. Muchos minutos transcurrieron, sin embargo, antes de que se presentara ninguna circunstancia que pudiese arrojar luz sobre el misterio. Hízose al fin evidente que un ligerísimo, muy débil, matiz de colorido subía a las mejillas y a lo largo de las pequeñas venas hundidas de los párpados. Dominado por una especie de horror o pavor inexplicable, para expre-