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Ligeia

mina inmensa de cristal pulido de Venecia, un solo trozo de vidrio plomizo, de manera que los rayos del sol o de la luna, al atravesarla, arrojaban un resplandor fantástico sobre los objetos del interior. En la parte superior de esta enorme ventana extendía su tejido una antigua vid que colgaba de los macizos muros del torreón. El techo, de tétrico roble, era excesivamente alto, abovedado y primorosamente esculpido con los tipos más extravagantes y grotescos de un estilo mitad gótico, mitad druídico. Del dibujo central de esta sombría cúpula pendía, de una cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, de modelo sarraceno, y con muchas perforaciones combinadas en tal forma que oscilaba dentro y fuera de ellas, como dotada de serpentina vitalidad, una continua sucesión de fuegos de colores.

Divanes orientales y candelabros dorados veíanse por varios lados; y había también un lecho, el lecho nupcial, de sólido ébano esculpido, ejemplar indio, muy bajo, y con un dosel semejando una urna funeraria. En cada uno de los ángulos del cuarto se levantaba un gigantesco sarcófago de negro granito, extraído de las tumbas de los reyes frente a Lúxor, y con su antigua cubierta exornada de esculturas de tiempo inmemorial. Pero en la tapicería de la cámara, sobre todo, se mostraba, ¡ay de mí! la fantasía capital de todo aquello. Los elevados muros, de altura gigantesca y casi desproporcionada, estaban revestidos de arriba abajo en amplios pliegues de una tapicería pesada