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Cuentos Clásicos del Norte

estudios de naturaleza tal que debilitan todas las impresiones del mundo exterior, sólo esta dulce palabra ¡Ligeia! tiene el poder de hacer brotar ante mis ojos, por medio de la fantasía, la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta la idea de que jamás llegué a saber el nombre de familia de la que fué mi amiga y mi prometida, y llegó a convertirse en la compañera de mis estudios, y más tarde en la esposa elegida de mi corazón. ¿Fué aquello una humorada de mi Ligeia? ¿Exigió acaso, como prueba de la intensidad de mi afecto, que no hiciera yo investigación alguna a este respecto? ¿O sería quizás un capricho mió, alguna extraña y romántica ofrenda en el altar de la más apasionada devoción? Apenas tengo la confusa reminiscencia del hecho en si mismo; ¿cómo puede maravillar que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron? Realmente, si alguna vez el espíritu que se denomina Romance, si la pálida Astophet, de alas de nebulosa, diosa del Egipto idólatra, presidió alguna vez, como aseguran, los matrimonios novelescos, indudablemente debió reinar en el mío.

Hay, sin embargo, un tema predilecto de mi corazón en el que mi memoria jamás falla. Es éste la propia Ligeia. Era de alta estatura, algo cenceña y casi flaca en sus últimos días. Trataría en vano de describir la majestad, el apacible reposo de su continente y la incomparable ligereza y elasticidad de su marcha. Iba y volvía como una sombra. Nunca me daba cuenta de su en-