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La Ruina de la Casa de Úsher

No habían terminado mis labios de proferir estas palabras cuando, semejando en realidad un escudo de bronce que cayera pesadamente en aquel mismo instante sobre un pavimento de plata, pude oír distintamente una metálica, hueca y estridente aunque ahogada repercusión. Completamente trastornado, me levanté de un salto; pero el mesurado balanceo de Úsher continuó sin interrupción. Me abalancé hacia el asiento que ocupaba. Sus ojos estaban fijos y en toda su figura triunfaba una rigidez de piedra. Mas tan pronto como coloqué una de mis manos en su hombro, sentí un fuerte estremecimiento en todo su cuerpo; una sonrisa marchita tembló sobre sus labios; y vi que hablaba en un murmullo bajo, precipitado e ininteligible, como inconsciente de mi presencia. Inclinándome muy cerca sobre él, pude al fin beber la horrenda importancia de sus palabras.

—¿No lo oís? . . . Sí; yo lo oigo y lo había oído. Muchos, muchos, muchos, largos minutos . . . muchas horas, muchos días lo he oído . . . pero no me atrevía . . . ¡oh, misericordia! ¡miserable de mí! . . . no me atrevía . . . ¡no me atrevía a hablar! ¡La hemos enterrado viva! ¿No decía yo que mis sentidos son muy agudos? Ahora os digo que percibí sus primeros y débiles movimientos en el hueco ataúd. Los oí . . . hace muchos, muchos días . . . pero no me atrevía . . . ¡No tenía valor de hablar! Y ahora . . . esta noche . . . Éthelred . . . ¡ha! ¡ha! . . . ¡el quebrantamiento de la puerta del ermitaño, el clamor de muerte del dragón y el estrépito del escudo! . . . ¡Digamos mejor, el hendimiento del ataúd, el