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Cuentos Clásicos del Norte

mentales está llena de anomalías semejantes—en las descabelladas incidencias que hubiere de leer. En realidad, a juzgar por el aire extravagante de ansiosa atención con que escuchaba o aparentaba escuchar la fraseología del cuento, podía congratularme por el éxito de mi plan.

Habíamos llegado a la parte bien conocida de esta historia en que Éthelred, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente en la morada del ermitaño, se resuelve a lograrlo a viva fuerza. Aquí, si bien se recuerda, la narración continúa así:

Entonces Éthelred, que naturalmente poseía un valeroso corazón y se sentía además muy potente en aquel momento por virtud del vino que había bebido, no perdió más tiempo en parlamentar con el ermitaño, que usaba en verdad de obstinado y malicioso proceder; sino que, sintiendo la lluvia que caía sobre sus hombros y temiendo que arreciara la tempestad, levantó su maza y a grandes golpes abrió pronto en las planchas de la puerta un hueco suficiente para su mano armada del guantelete y, tirando de allí fuertemente, rompió y desgajó y destrozó todo de manera tal que el estrépito de la seca y resonante madera alarmó a todo el mundo repercutiendo a través de la selva.

Al terminar este acápite me sobresalté e hice una pausa involuntaria; porque me pareció—aún cuando deduje inmediatamente que era ilusión de mi exaltada fantasía—me pareció, digo, que de algún remoto rincón de la casa llegaba a mis oídos el eco indistinto, amortiguado y confuso ciertamente, de aquellos sonidos de golpes y destrucción que Sir Láuncelot había descrito con tanta minuciosidad. Sin duda alguna era solamente