anómalos. "Pereceré seguramente," decía, "debo perecer en esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera he de morir. Tiemblo ante los acontecimientos futuros, no tanto en sí mismos como en sus resultados. Me estremezco al pensamiento de cualquier incidente, siquiera él más trivial, que se desarrolle para mí en medio de esta intolerable agitación de espíritu. En verdad, no odio el peligro sino en su efecto absoluto, el terror. En esta lastimosa y debilitada condición, siento que pronto o tarde llegará el momento en que pierda a la vez la razón y la vida en lucha con el horrendo fantasma, terror."
Me di cuenta además, a intervalos y a través de cortadas y ambiguas alusiones, de otro rasgo singular de su estado mental. Hallábase encadenado a la mansión que habitaba por ciertas creencias supersticiosas en virtud de las cuales jamás se había atrevido a alejarse durante largos años, y que se basaban en determinada influencia, cuyo supuesto poder se transmitía en forma demasiado tenebrosa para repetirse aquí; influencia que, debido a ciertas peculiaridades en la naturaleza y estructura de la morada de sus antepasados, había prevalecido en su espíritu, a costa de largos sufrimientos, afirmaba él; efecto provocado por la fisonomía de los grises muros y torrecillas y por el tétrico estanque en que se reflejaban, que había al fin echado abajo la fuerza moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con alguna vacilación, que gran parte de aquella melancolía particular que le afligía podía atribuirse a causa