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CUENTOS

nada de un ángel que hubiese volado al empíreo.

No había duda alguna. Era un signo aterrador de la negativa suprema; era que debían hallarse en pecado mortal, en vicios y malas costumbres, y aquella milagrosa desaparición, dejando sin Dios á la aldea, la entregaba á la desesperación y á la miseria y á la muerte.

¡Qué horrible aspecto el del lugarejo de labradores! El sol descendía con más lentitud para prolongar por más tiempo su obra desoladora; secáronse los sembrados, ardiéronse los trigos y escondió la montaña el manantial de sus aguas.

Emigraron á otros pueblos los atribulados campesinos en busca de santuarios de penitencia; eran caravanas fúnebres las que salían por los áridos caminos, dejando cerrados hasta la vuelta incierta los ranchos de adobe ó de quincha, cubiertos de ceniza los hogares, donde la brasa, semejante al fuego sagrado, no volvería á encenderse mientras la penitencia no hubiese borra-