fervientes, pidiendo la lluvia regeneradora, la protección inagotable de Dios para sus hijos infelices, la salvación para las cosechas, la abundancia de los manantiales. Prometíanle en cambio — ¿qué no le prometían? — fiestas grandiosas, peregrinaciones hacia los templos más lejanos, á pie, con la planta desnuda, de rodillas, sin alimento, en el tiempo y en la forma en que su designio supremo se los diese á conocer.
Cuando la súplica terminó, callaron los cantos quejumbrosos y los peregrinos, más tranquilos del ánimo, resolviéronse á emprender la vuelta, quisieron todos besar la divina planta del Niño-Dios de la aldea... Pero un grito de terror y de espanto, despavorido é infernal, salió de todos aquellos labios enjutos por la sed y la miseria.
¡El Niño-Dios había desaparecido! Vacía estaba la urna de cristal, incendiadas las pajas que le servían de lecho. y sólo sus ropas de seda y de encaje veíanse allí, como la vestidura abando-