¡Cuánta soledad en las naves! ¡cuánta frescura en el ambiente! ¡cuánto delicioso perfume circulaba en las imperceptibles ondas del aire! Adivinábase el alma de la mujer en todas partes; en el santuario había jarrones repletos de flores del tiempo, puestas ese mismo día; los paños sutiles y vaporosos del altar y de la cátedra, las vestiduras de las imágenes, festoneadas de encajes finísimos, revelaban que mística pero femenil ternura había cuidado de ellos y los había bordado en el apacible retiro de la celda; reinaba un claroscuro inspirador filtrado por las entreabiertas cortinas de las altas vidrieras; la iglesia estaba como la religiosa que apenas deja un intersticio de la rígida toca que encubre su rostro; y aquella luz indefinible, difusa, como increada, permitía apenas vislumbrar las sombras de los objetos: había un alma en todo el recinto, é imponía silencio y meditación.
Era un sábado y la hora solemne en que la comunidad entona la Salve á la