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CUENTOS

Un árido é interminable desierto parecía amarrar las patas de las cabalgaduras en que yo y mi peón, los dos solos, nos alejabámos de la villa donde ambos teníamos nuestro hogar y donde cada uno había roto alguna fibra al partir. Aquel camino era recto, como las consejas pintan el del infierno, y no se acababa nunca; la montaña allí, en frente, más bien parecía huír de nosotros; y la tarde se iba y la noche vendría luego á hacer pavorosa la travesía. Marchábamos con nuestros cuerpos hacia adelante, pero nuestros corazones corrían en sentido inverso.

A nuestra espalda quedaba el Famatina con sus torreones blancos, encendidos de sol poniente, y parecía que sus centinelas invisibles estuviesen atizando el fuego del vivac. La sombra del vértice más alto proyectábase sobre la llanura delante de nosotros, sin abandonarnos, como si nos acompañase hasta dejarnos en la puerta de la serranía vecina, esto es, en el umbral de su casa.