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CUENTOS

vidalitas, allá en el patio del rancho, se quedaba solo un mocetón fornido y de corte árabe, ensillando la mula favorita con el apero de los días grandes: cabezadas, riendas y estribos con chapas de plata, lazo nuevo á los tientos, y asomando por debajo del pellón de merino las borlas de la alforja, bordada por la mano de la "prenda", cuando la tenía y le enviaba los regalos para el avío del viaje.

La mula de Mauricio,—que este era el nombre del mozo,—estaba para rajarla con la uña, porque la había tenido á pesebre para ese día y era un animal providencial. Él la quería como á un pedazo de su sér, porque en los mil trances que á un hombre de parranda y de pendencia, de travesías y patriadas le suceden, ella le había salvado la vida cual una divinidad protectora.

Así podía beber tres días y tres noches encajado sobre la montura y sin apearse un instante, como tomar, ya perdido el conocimiento, el rumbo que