versales, preciosas tacitas encerradas en misteriosos retretes; sí nadie, nadie ocupa esos anillos, ajita mis campanitas ni viene á beber en mis tacitas.» «Suerte cruel es la mia»! esclamaba la jaulita en sus recónditos adentros.
«Me muero de ganas de salir de este recinto enojoso, y sobre todo de vivir en compañía.» Que tal no llamaba la descontentadiza, al gran número de desconocidos é indiferentes, que iban y venían en el almacen de la calle de la Victoria, dónde pasaba sus días sobre un vasto y surtido mostrador. Nadie parecía fijar siquiera los ojos en la coqueta y diminuta pagoda, ornada de campanitas que el menor movimiento hacía resonar. Pero como nadie las tocaba, las campanitas no sonaban. Pasaban los dias unos tras otros siempre iguales y enojosos. Ya habían desaparecido ánforas varias ornadas con flores de vistoso relieve, aceiteras plateadas, bandejas de brillante laca con graciosos mandarines chinescos, árboles fantásticos y dragones misteriosos; jarritas adiamantadas, dónde el2