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goda, muy distinguido a pesar de no ser sino un sirviente, la condujo delicadamente hasta un espléndido sálon lleno de flores, y allí sobre una mesa cubierta con afelpado tapiz, depositó la preciosa adquisicion. Aquel lujo, aquel ambiente embalsamado, fueron muy del gusto de la ambiciosa jaulita.

«Que traigan el canario» dijo con acento petulante la niña mimada; y con sus manecitas gorditas, ligeramente torpes, trató de abrir la puerta de la pagoda. Un «que dura!» impaciente escapó de la boquita sonrosada y cierto movimiento de descontento turbó la dicha de la coqueta jaulita; pero fué nube pasajera que no hizo si no dejar mas brillante el cielo de su alma, así que apareció el tan anhelado objeto. Qué momento! Una mano inhábil, ruda, tomándolo bruscamente de la modesta prision de cañítas que encerraba al gracioso pajarillo, lo lanzó torpemente en la brillante pagoda. El alado huésped, chocó el delicado cuerpecito contra las doradas paredes y un gritito de dolor se escapó de aquella garganta melodio-

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