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rubia y un que linda! delicioso, hizo vibrar de dicha todos los alambritos de la dorada pagoda. Resonaron las campanitas, una fuerza misteriosa arrancó á la cautiva del odiado, prosáico mostrador y la terrible puerta quedó salvada.

¡Pobre Camilo, habia perdido para siempre la esperanza! El último tilin de las campanitas rojas resonó lúgubremente en su corazon!

La ingrata nada vió! Era dichosa!

Rodaba rápidamente el coche que conducia á la aventurera jaulita; el tilin de las rojas campanitas enloquecía á la coqueta, que se sentía bella, admirada, pues no cesaba una boquita risueña de repetir «Abuelita que mona es mi jaulita, que monona!»

La ímaginacion de la venturosa pagoda estaba exaltada en sumo grado. «Voy á verlo, decía. Voy á recibirlo!». Y el tiempo se le hacía largo muy largo; que aquella jaulita dorada era algo impaciente.

Llegaron por fin á una vasta y lujosa mansion. Un caballero, que le pareció á la bella pa-

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