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LEOPOLDO LUGONES

piecesito que tenía entre las manos era tan nervioso y la espina había penetrado tanto! Con los dedos no podía extraerla, pues apenas sobresalía de la epidermis. Tendría que emplear los dientes y quizá Juanita se desmayara de dolor.

Juanita se mostraba muy valiente, y accedía a la operación de buen grado, lo que dió a Pedro el valor necesario para afrontar el trance. Asió, pues la espina con los dientes, y sintiendo en su propio corazón el dolor, más que Juanita en el pie, seguramente, la atrajo de un tirón con admirable limpieza.

Y entonces le llegó a la niña su turno de afligirse. Pedro lanzó a su vez un grito, llevándose las manos a la boca. De sus labios apretados sobresalía la espina que acababa de extraer, clavada allí sin duda, según presumió la inocente Juanita.

¡Vamos! No era nada grave; no había por qué hacer esos visages tan terroríficos. Ella sabía ahora cómo se hacía en semejantes casos. Y sin vacilar un instante, inflamada por la más expresiva caridad, la boquita rosada se pegó a la boca de Pedro...

Cuando volvieron del éxtasis, todas las estrellas del firmamento estaban asomadas, mirándolos. Y en la confusión deliciosa del placer descubierto una idea alarmante les vino. ¿Qué se había hecho de la espina? Sin duda alguno de los dos se la había tragado, y les iba a agujerear el estómago después de haberles servido como dulce pretexto. Sencillamente, sin comunicarse su mutua inquietud, aceptaron el sacrificio, pensando que el amor era demasiado bueno para que no resultara dulce el precio de espinas con que tasa sus favores.

Y desde entonces, en la comarca, ha sido imposible saber cuál de los dos se había tragado la espina.