rimentaba, tenía por causa un irresistible deseo de dar un beso a la pastorcita. Estaba seguro de que no se lo negaría, y dudaba. Y todas las manañas se decidía, y todas las tardes regresaba sin haber consumado su decisión. Semejante estado, le desmejoraba visiblemente y Juanita le preguntaba inquieta:
—¿Por qué estás siempre tan pálido?
El chico no respondía, pero el alma le temblaba en los labios y los ojos se le ponían más obscuros. Aquella boquita roja que le hablaba con tanto cariño, era la causa. Mas, ¿acaso su dueña le entendería si lo confesara? ¡Era tan tontuela que probablemente se iría a reír!... Los días pasaban así, angustiosamente largos, sin que nada pareciera intervenir en favor de Pedro, cuando una tarde el amor hizo un milagro.
He aquí como ocurrieron los sucesos:
Juanita volvía para la casa con dos corderos nacidos ese día. En verdad los nacidos eran tres, y su compañero la ayudaba, como de costumbre, cargando el tercero. La tarde olorosa sobrenaturalizaba el bosque con su matiz violeta. Allá, en el horizonte de la montaña, negra ya, se exhalaba la noche. Los niños, demasiado llenos de alma, no podían hablar. Una temblorosa angustia les enfriaba los dedos. Del cielo límpidamente enorme, el crepúsculo enviaba un adiós a las vagas desolaciones del paisaje. ¡Una tarde más, pensaba el muchacho; una tarde de pena como las anteriores, como las otras, en la eterna impasibilidad de aquel cielo que insinuaba tantas cosas sublimes, de aquella tierra tan obstinadamente entregada a la cálida incubación de sus gérmenes!
De pronto, la niña lanzó un grito. Pedro emergió de la hondura de sus sueños, con una sacudida. Juanita se había dejado caer sobre una piedra, a la orilla del sendero, y con rostro afligido enseñaba al chico su pie desnudo en cuyo talón asomaba una gotita de sangre fresca.
¡Vamos! No era nada grave; una espina que él extraería con cuidado. Arrodillóse ante la pastorcita, tomó en sus manos, delicadamente, el pequeño pie, y examinó la herida. Sería injusto no alabar de paso el heroísmo de Pedro, pues aquel incidente adquiría para él la solemnidad trágica de un desastre de universos. ¡Por una espina! Sí; por una espina; ¡pero el