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84 — Una velada

Yo sentía ya una fiebre parecida á la que he sentido en noches de intenso trabajo intelectual. Ella que dilata los horizontes de la percepción; que une repentina las más extrañas ideas y agolpa los más lejanos recuerdos; hacía pasar ante mí, como sobre una página blanca, reminiscencias absurdas de cuentos fantásticos.

El ruido seguía acompasado ó brusco. «Entra, entra» silbaba el gas con sus gemidos chillones; «adelante, adelante» decía el reloj con la grave voz de su péndulo. Quise retroceder, pero avergonzado, con movimiento de suicida que dispara el arma, torcí el picaporte y quedé como de hielo al recibir un soplo de olor de muerto. Bien lo conocía; no podía equivocarme. El ruido misterioso caminaba, y retrocedí en círculo. Pisé una cosa blanda: ¡era quizá una mano! Logré luz, y al resplandor del fósforo vi un muchacho en la más terrible danza. Sobre un catre había una mujer muerta, y tendido en el suelo el cadáver de un hombre. Los vaivenes del muchacho semi-cubierto por una camisa, eran bruscos ó suaves, y los ejecutaba en profundo silencio, al par que fosforecían sus ojos con expresión suprahumana. La cerilla me quemó de pronto, di un salto y eché á correr con un terror que hace de gelatina los huesos. Al venir del día, sorprendieron mis criados al niño danzando