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80 — Una velada

— ¿Cómo va eso? —preguntóle alguien.

El convaleciente respondió la verdad: — muy bien— y no debió decirlo. La gente quería emborracharse con emociones tan lúgubres como temidas. ¿Quién no ha presenciado alguna vez ese fenómeno?

— Si estáis tan mejor, contad algo.

Era la súplica de siempre, y aquella vez se decidió.

Empezó por describir el aspecto de la ciudad con voz tan perezosa, que se antojaba que las palabras temían formular sus pensamientos. Pero le fué animando la evocación de los pánicos, horrores y miserias; y los circunstantes empezaron á sentir esos escalofríos que rozan con alfileres la epidermis.

— ¿Queréis saber cuándo me enfermé? Oid; fué para mí como el último acto de una tragedia en que el horror se movía con todas sus potentes vibraciones.

— Señor —me dijeron— en esa casa debe haber algo. Y señalaban una de la otra acera.

Averigüé que la fiebre había barrido á todos sus habitantes, y que un vecino aseguraba oir á veces una voz que ponía los pelos de punta. Creí que la imaginación del pueblo excitada por el pánico creaba aquello, y entré al conventillo sin hacer caso. Concluí con los enfermos, y como á las once salí á la calle. Me paré bajo el cielo tachonado de