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El último canto — 65

Frank sonrió deslizando el areo por las cuerdas.

Un soplo de amor supremo bañó su frente, y toda la trisleza de su vida vibró en un rapto de inspirado.

¡Cómo sonaba su violín! ¿No era él el creador glorioso de aquella música? ¿No la había concebido en él desgarramiento de un ser, que amaba con frenesí todo lo digno de ser amado? ¿No la derramaba sobre Fausto y Margarita con su encanto, pero también con el dolor, que arranca al soplo de la juventud del hombre, la eterna juventud del arte?

Un trueno de aplausos llenó la sala.

— ¿Me has oído? — dijo Frank.

— ¿Qué? — le respondieron con asombro. Pasóse la mano por los ojos que abría inmensos como interrogándose á sí mismo: —Nada contestó — pero no puedo más. Y su voz tenía la tristeza del último ensueño. Colocó el arco sobre la música y la luz del atril cayó sobre el violín, viva y muda. Frank abandonó su sitio, clavando en la sala una intensa mirada de amor. Deseaba llevarse los estuches de los palcos, los grupos gloriosos del plafón, las mujeres, las telas coloreadas, las luces: todo aquel ambiente de suave invernáculo, que había tenido para él los encantos de una segunda naturaleza.