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la máscara

vela al viento, y al viento á respetar sus naves. De sus doncellas tomé los dedos y les dí el rítmico impulso elaborante de las túnicas que caen como armonía de líneas, sobre el nativo encanto de los cuerpos. Fuí huésped de pórticos y templos, de plazas y palacios, y no hay bajo-relieve, ni capitel, ni estatua, donde mis dedos no hayan suavizado un rasgo, inspirado la ley de la perenne gracia. Los filósofos me amaron, pues se irguió en mi casco la celeste Esfinge, y fuí la sabiduría; y dije en el estadio á los corceles, voláis al correr, como el divino pensamiento cuando crea. Fuí inmaculada virgen y guerrera varonil. Los dardos de Amor cayeron sin impulso bajo la frialdad de mis ojos, y con la Sicilia aplasté al gigante, asegurando el imperio de los dioses.

Y un día, sobre los bosques de estatuas, en la ciudad de la fuerte y elegante sencillez, de la justa armonía, de la gloriosa gracia, asomando por el Partenón, dominé hasta el mar, por manera que decía el navegante: — «Miradla con su casco y con su lanza. Es de oro y alabastro, y en sus pétreos ojos hay raras brillanteces; se iergue con la majestuosa serenidad de las vírgenes, y preside la vida de esta tierra que sonríe como un pámpano nuevo. ¡Salve, maestra, yo te saludo!»

Enmudeció el bronce y dijo la careta: