tiempo atrás no oír nada, y sin embargo las observaciones de cualquier imbécil me excitaban ó afligían.
Un caballero, metido en irreprochable gabán, se dirigía á un joven. De seguida comprendí que era uno de los felices que saben todo sin haber sido discípulos de nada, y que frente aun cuadro, con el bagaje de la factura, las pinceladas calientes, la carnación, y otras palabras, hablan con un desparpajo que hoy desprecio en la medida que entonces me irritaba.
Para ser zapatero, ó cualquier cosa, es menester pasarse meses de aprendizaje sobre el banco; para ser, abogado ó ingeniero, muchos años en las aulas; pero para dominar el arte entero, de suyo lo más complicado y difícil, basta nacer y crecer como las plantas y los animales. Admirable lógica!
Y el señor del gabán, con voz probablemente habituada á disertar en las comidas y almuerzos caseros, entre su esposa y las amigas de su esposa, arremetió con las figuras y los pastos y las nubes de mi cuadro, como don Quijote con los títeres de Maese Pedro.
¿Que yo debí reírme? Por supuesto; pero aun así descendió á mi espíritu, como frescura balsámica, la voz de un viejo que exclamó:
— ¡Admirable, señor don José, admirable!