árboles silenciosos, reflejadas sobre cielos de pesadilla, bogando en mares desolados, que traen por vida, una luz de más allá de los ojos.
Aplaudía, pués, con el entusiasmo de mis veinte años, lo más diverso, si adivinaba en las tintas la vibración de un alma de elegido. Para mí se usó la forma contraria, y me retiré amargado, sin más recuerdo cariñoso, que el del maestro que enterré un día, sin pensar que enterraba con sus consejos y lecciones, el regocijo de mis años juveniles.
De vuelta del campo, expuse un cuadro. Declaró la crítica que no era pintor, ni lo sería jamás y que aquel paisaje era un epitafio.
Pocos días después, me dirigí al bazar de la exposición con la cara de un enfermo grave. Me llevaba la idea de retirar el cuadro. Un grupo de personas, bajo un cielo triste de otoño, permanecía frente á la vidriera. Del pecho de una estatua de Rebeca, reproducida al infinito por dos espejos, caía un paño perturbando su rostro blanco con un reflejo de púrpura, y sobre el paño, en la plena luz, resaltaba mi pobre pradera.
Hablaban y me detuve. Había jurado de