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Arturo Trailles — 125

la luz de un cirio, en un agonizante reflejo.

De las narices del cadáver se desprendía un hilo de sangre; sus facciones se abotagaban, perdiendo les aguzados perfiles que imprime una caricia, que bien puede ser la primera de la muerte como la última de la vida.

Y ahí estaba tendido, callado para siempre. El día antes había recorrido las calles, con el aire de popularidad satisfecha que le distinguía; con el gozo de ser conocido, de saludar á la derecha, de sonreír á la izquierda. Era uno de esos porteños que creen que no existe otra ciudad que Buenos Aires, por la cual pasan á todas horas como una ráfaga de contento. Hubiera llegado á los cien años, llamando casa rosada al palacio de gobierno. Los recuerdos antiguos podían llorar su muerte, porque nadie los vivía y relataba como él: era un diario de otros años, oliendo todavía á tinta fresca. Por los pasillos y los palcos de los teatros, después del rudo afán del día, paseaba su vientre y su regocijo. Hugonotes era su ópera y el teatro de Cano tenía para su espíritu luces melancólicas: como que evocaba al Colón viejo, lleno de una sociedad, casi esfumada con su distinción nativa. Le parecía á Arturo que le veía trepar por una escalera: La donna é movile tarareaba, con su gabán en la mano: