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Arturo Trailles — 119

— Voy á dar unas órdenes; la comisión me ha echado el peso; espérame.

Arturo se sentó en el hall. Por aquel ambiente había cruzado el regocijo en horas brillantes; y las cosas parecían cansadas, rendidas por el afán del goce satisfecho.

Se oia á lo lejos el gritar de los mozos de cordel que bajaban los cuadros; una turca en su diván, parecía estremecerse bajo el aliento del fornido mocetón que la llevaba.

Sobre una maceta cubierta de marchitos musgos, se erguía una palmera que al curvar un brazo, acariciaba un busto de mármol. La mujer, por el chal ceñido, dejaba salir uno de sus redondos senos, y vivía como envuelta en una misteriosa somnolencia de hastío. A su lado, un foco de luz, roto, exhalaba la profunda melancolía de las cosas estériles. A la izquierda, un ángel de bronce tocaba el violín, y al reflejarse en un espejo, se le veía volar por sobre su marco de plantas de estufa. De aquel centro partían las guirnaldas, serpeando por las paredes. Y estaban las hojas tan mustias, y las flores tan ajadas, y caían los tapices de los voladizos de tal modo que era imposible que el ángel no deseara, angustiado, dejar la tierra. Todas las cosas miraban á Arturo, como interrogantes, y como pidiendo la voz que les faltaba para contar de una vez sus tristezas.