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112 — Arturo Trailles

tía por la exageración con que relataba la enfermedad de la nieta. El joven marido de Rosa, sonreía.

El cuarto, con su mobiliario Luis XV, era uno de esos marcos que invitan á que se muevan con gracia las figuras vivientes. Rosa, tendida en un canapé, estaba adorable; la vuelta de la salud con un fluido misterioso, dulcificaba el fino perfil de sus suaves facciones.

Pero más que ella, y todo el grupo, atraía la curiosidad de Arturo la última criatura llegada después del almuerzo.

— ¿Te acuerdas? —le había dicho su tía— ¡Se llama también Laura!

¿Si se acordaba?... Olvidarse de la madre de aquella niña, era olvidar su juventud!

Las muchachas cuchichearon un instante; después le atacaron en coro:

— Recítenos algo.

— ¿Algo en francés?

— Nó; que sea suyo.

— Diré la traducción de un poema ajeno.

Lanzó el primer verso.

Era la historia de una muchacha del arrabal; la historia de la pálida. Él es casi un niño: tiene diez y seis años, y hace versos. Ella le vé inclinado sobre la mesa, á todas horas, desde la casa de enfrente, donde cose noche y día.