de las intimidades encantadoras en las penunbras de lámparas de ensueño.
Después, cuando el hastío empezaba á sentirse, los días se estiraban y Agosto traía alientos nuevos. Un domingo amanecía tibio, y el torrente de coches de Palermo, rozaba la procesión de las familias, cargadas de ramos de aromas. Oh! las flores amarillas, viviente galanura de los cercos! Ellas anunciaban los trajes claros, el advenimiento de la reina de Septiembre, el despertar de la tierra endurecida, en esa peregrinación hasta el cuarto de la obrera, que esperaría otro domingo de sol para renovarlas.
De los ojos de Arturo se desprendió, triste, una mirada llena de cariño, como si quisiera acariciar esas memorias. Entonces, —pensó:— todas las estaciones eran buenas, como que yo mismo las hacía con el sol; ahora, de ese invierno que despojará estos árboles y despoblará estas quintas, beberé... y evocó un cuadro ya sentido.
Cuando las luces se encienden sobre el oeste aun vibrante, con transparencias que dan la sensación de espíritus lúcidos en penosa agonía; cuando las agujas y veletas, animadas con violentos perfiles, hieren el acerado frío del aire; y entre las vidrieras luminosas, el bullicio del trabajo que termina y la marea de coches que vuelven del parque, se