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Arturo Trailles — 105

que tanto influían en su espíritu. El invierno era una amenaza. Oh! si pudiera clavar sus jardines, inmóviles, frente al sol, en un perpetuo estío, altos sobre la tierra que pasaría allá abajo blanca de nieve!

En otros años veía con placer que las sombras de los árboles se hacían más leves en los lienzos de las veredas; que los verdes perdían vigor y el amarillo enfermo se les filtraba como un jugo. El otoño decía: —héme aquí.

Y el rocío evaporado tejía en las mañanas un velo luminoso á los jardines; y el azul en recortes límpidos á través de los juegos del ramaje, hacía pensar en espíritus amados de la paz seráfica. Los crepúsculos, inmensamente melancólicos, le rozaban con cierta dulce, voluptuosa ternura, como que el dolor era para él un cuento de libros.

El otoño significaba la vuelta á la ciudad. ¡Ya la veía como un paisaje deslumbrante de luz artificial, en que el abandono de la vida arrastrada entre fiestas, llegaba á la embriaguez del regocijo! En los clubs y en los teatros hallaría una nueva juventud suya, como si no fuese la misma del estío, y hubiese estado en esos ambientes esperándole guardada. ¡Con qué gozo vería la primera mujer abrigada con sus pieles de invierno! Era como una golondrina de las fiestas galantes y