de tierra sofocante, que adquiría tonos de oro, en los hachazos de sol, que descargaban las hendiduras de los árboles. Levantó Arturo los cristales y cerró los ojos en el ambiente convertido en horno.
Cuando el coche retembló en la curva del camino real, abrió los vidrios, y huyendo de toda idea, respiró con delicia. A derecha é izquierda empezaron á desfilar casitas de las con patio y parra; elegantes construcciones reflejadas sobre el cielo con líneas de decoración de teatro; chalets de ladrillos rojos, secos como ingleses mal humorados; aristocráticos parques y plebeyas quintas; y el sol en las nubes blancas y en las rejas de colores sordos, en las aéreas torres y en los techos bajos, en las sandías y en las orquídeas, brillaba como un monarca glorioso, practicando doctrinas de Cristo.
Sobre el paisaje estival se puso á meditar Arturo. El verano era ahora su mejor tiempo; con la vida alegre que fermentaba, su espíritu se abría á los consuelos de la quimera. Como en ese mismo día, frente al lago, transportes no siempre con sentido, le hacían olvidar lo pasado, no pensar en lo porvenir, y pisar un instante pasajero, como si fuera de gozo definitivo. Necesitaba de la luz exuberante del cuadro, para moverse alegre. El calor le daba impulsos, alejando males del cuerpo